El calor es asfixiante en el verano de Buenos
Aires y uno espera al menos esa llovizna suave y casi seca que, aunque tiene
sol de fondo, igual refresca. Porque es inevitable que la camisa se te pegue a
la espalda empapada bajo el saco apretado y la corbata azul. Uno no entiende
para qué usar corbata en verano. Cosa de la imagen, porque uno es la cara
visible de la empresa: el responsable de las carpetas, de los paquetes y los
pagos. Siempre tan apurado de aceleraciones acumuladas. Guardias, secretarias,
pinchapapeles y gerentes, en el vertiginoso mar de hombres y mujeres que
navegan por las calles del microcentro, que desparraman a ambos lados ráfagas
de bancos, galerías comerciales, latas de propaganda en una mancha ilegible de
colores, letras y teléfonos públicos, puestos de diarios, empleados de oficina
y turistas que uno trata de esquivar y que lo esquivan o lo chocan a uno cuando
vienen de frente. Y entre los miles de pasos te cantan unas piernas flacas que
uno no entiende como pueden pararse sobre esos alfileres y sostener esas nalgas
tan redondas y apetecibles. Pero todo se pierde en esta inundación
indiscriminada de trajes y maletines que salen de los edificios públicos, de
los bancos, de los subtes, de todas las puertas de todos los bares. Y los taquitos
hacen clic o cloc o llamame, pero uno no puede escucharlos porque todas las
melodías se diluyen en una maza de pasos, murmullos, gritos y motores y bocinas
de los autos que te cruzan en las bocacalles, la semana pasada atropellaron a
un viejito. Porque corren como sin chofer. Como sin ver a las personas. Apenas
son iluminados por la luz de los semáforos: esos impostores de la ley del
tránsito. Corren sólo por la imperiosa necesidad de llegar a horario. Taxis,
colectivos, autos particulares: todos tocando sus bocinas al unísono, como una
orquesta de sordos sin director. Y hacen chillar sus frenos al mismo tiempo,
sus sirenas de ambulancia, sus alarmas estacionadas en el lado permitido de las
calles. Y el humo de los motores se te pega a la nariz, al pelo, a la ropa, a
los ojos, y uno empieza a ver todo gris, las calles grises, las paredes grises,
los pelos y las caras grises; los relojes y las ilusiones grises.
Al fin, uno retira el paquete que fue a buscar y
descubre que ya pasaron dos horas de su ausencia en la oficina. Tendrá que dar
explicaciones sobre lo difícil que es caminar por la city, y las colas, y los papeleos, y que no me quedé pelotudeando
por ahí, ni en ningún bar, necesito salir a almorzar para despejarme, porque
uno sostiene la esperanza de aprovechar la ansiada y bendita y culpógena hora
del almuerzo, para no pensar, para no preocuparse, para hacer lo que le plazca
con su paupérrima y putísima vida.
Pero es justo a esa hora cuando el sol pega más
fuerte y la cabeza nos hierve, la camisa se pega aún más y el reflejo en las
baldosas claras de la peatonal hacen que todo se transforme en un gran horno de
cemento que nos prepara lentamente para nuestro propio almuerzo. Y es mejor
traerse la viandita e ir directo a la plaza: un sandwichito, una ensaladita, un
yogurcito, hay que cuidar la figura para las vacaciones. Y es cosa de abrir un
poco los escotes, arremangar las camisas, tirar la corbata a un costado y que
se nos pegue un poco de sol en la piel para no pasar al otoño con ese color blanco
de tubo fluorescente. Pero uno vuelve tan cansado a la noche, tan sin ganas de
prepararse la viandita y no queda otra que subir a la ola de oficinistas
hambrientos y rescatar un restaurante, un bar, algún lugar donde comer algo,
aunque sea de parado. Entonces, la musiquita. Por qué creen que con esa
musiquita de película shampoo, los llamados suenan más simpáticos. Si tenés
ganas de llevar ese grillete ponelo en vibrador o elegí un tema musical menos
fanfarria... o atendé. Que te quede bien claro: a mí no me interesa en lo
absoluto enterarme de que sos un tipo reimportante que está resolviendo
negocios reimportantes de empresas reimportantes, y todo justo al lado mío;
justo cuando, en mis últimos tres minutos, trato de bajar la milanesa con un
vaso de vino tinto que el sol en mi cabeza va a transformar en esa modorra
pegajosa que no sé cómo voy a llevarme a la oficina porque ya tengo que volver,
siempre hay que volver, del ruido al ruido, como olas, nunca se sale.
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